El volcán de Cumbre Vieja en la isla de La Palma (España) entró en erupción el pasado 19 de septiembre convirtiéndose en el fenómeno de moda en nuestro país y, como todo lo que está de moda, acaparando “admiradores” y “detractores” a partes iguales. Por un lado, tenemos a todas las personas que han perdido sus hogares o sus negocios; que han visto desaparecer el lugar donde nacieron y sus recuerdos más íntimos. Por otro, a todos aquellos interesados por la geología, en general, y la vulcanología, en particular, y que ven en esta erupción una oportunidad para aprender, estudiar y avanzar en el conocimiento. Sin olvidarnos, por supuesto, de aquellos que viajan a la isla para contemplar la erupción por pura diversión. Esta dualidad que estamos viviendo actualmente no es nada nuevo ya que la relación entre los volcanes y las sociedades humanas es antigua y siempre ha sido difícil.
Históricamente, los volcanes nos han atemorizado con sus rugidos, bramidos exultantes y sus lenguas de fuego. Son muchas las culturas antiguas que realizaban ofrendas a los volcanes (morada de dioses o demonios) para mantenerlos contentos y tranquilos y que no “protestasen” (erupcionasen). En una de estas ofrendas murió Juanita, una niña inca de 13 años que, en el siglo XV, fue golpeada hasta la muerte durante un sacrificio conocido como “Capacocha” y que tuvo lugar en el volcán Ampato, en Perú. La momia congelada de esta niña, descubierta en 1955, se expone en el museo del centro de Arequipa (Perú) y es uno de los mayores reclamos turísticos de la ciudad.
Y es que los volcanes también han ejercido (y ejercen) un irremediable poder de atracción sobre los seres humanos. La belleza del poder de la naturaleza a través de una erupción volcánica o de los diferentes productos que éstas generan nos fascina y explica por qué, en este año 2021, miles de personas se han acercado hasta el volcán Fagradalsfjall en Islandia, el Etna en Italia o el Cumbre Vieja en España solo para hacerse un selfie. Este fenómeno de masas empieza a conocerse como “turismo volcánico”. Además de este interés meramente contemplativo del evento geológico, las sociedades antiguas y actuales siempre han considerado las zonas volcánicas como una fuente incuestionable de recursos: suelos fértiles, geotermia, minerales, materiales de construcción… Tal es la riqueza de estas regiones que, a lo largo de la historia, no se ha dudado en crear grandes asentamientos humanos en zonas volcánicamente activas. Sin embargo, el precio que hay que pagar por explotar estos recursos, a veces, es muy elevado ya que se trata de zonas peligrosas para la propia supervivencia de dichos grupos. Y si no, que se lo pregunten a los habitantes de Pompeya allá por el año 79 d.C., a los miles de evacuados de la isla de Manam (Papua, Nueva Guinea) tras las erupciones de 2004/2005 y, sin irnos muy lejos, a los también miles de evacuados de La Palma.
Son tantas las bondades de las áreas volcánicas para las poblaciones cercanas que la sociedad no percibe los volcanes como algo peligroso. Ahora bien, conocemos la historia de estos volcanes y sabemos que han afectado de forma significativa a nuestros ancestros… ¿Qué nos hace pensar que no puede ocurrirnos lo mismo a nosotros? Pese al desarrollo tecnológico, la naturaleza siempre tiene la última palabra. Esto creo que ha quedado claro en estas últimas semanas.
Es necesario que la sociedad sepa armonizar los miedos (peligros y riesgos) que el volcán provoca con los beneficios que le aporta (recursos). Y, para ello, es fundamental que se respete y se proteja el patrimonio natural que conforman estas áreas. La creación de parques naturales como el de Timanfaya en Lanzarote o las Cañadas del Teide en Tenerife son ejemplos de cómo se puede explotar el recurso respetando el entorno volcánico y protegiéndolo de la construcción masiva de viviendas o de la agricultura intensiva, entre otras actividades.