Hace 78.000 años, en Panga Saidi, en Kenia (África), una familia se enfrentaba al duelo de la pérdida temprana de uno de los suyos, un niño de apenas tres años de edad. Excavaron una tumba a la entrada de la cueva en la que vivían, envolvieron el cuerpo del pequeño en un sudario hecho con hojas, lo depositaron recostado sobre su lado derecho, en posición fetal, apoyaron su cabeza en una almohada vegetal y, como quien protege su sueño, lo cubrieron con tierra excavada del suelo de la cueva. Se conservaba así una de las evidencias más tempranas del comportamiento funerario de nuestra especie.
Varios miles de años después, un equipo de arqueólogos liderado por los Museos Nacionales de Kenia y el Instituto Max Planck para la Ciencia de la Historia Humana (Jena, Alemania) hallaban, sin saberlo, aquella tumba. Entonces, en el campo, apenas se distinguía un amasijo de huesos y tierra de un color distinto al de la capa en la que se había hallado. Debido a la fragilidad de los huesos, que se desintegraban ante cualquier intento de tocarlos, los arqueólogos escayolaron el bloque de tierra que contenía los fósiles y lo llevaron a los Museos Nacionales de Kenia primero, al Instituto Max Planck de Jena, después y, desde allí, el bloque se trasladó al Centro Nacional de Investigación sobre la Evolución Humana (CENIEH, Burgos, España) donde comenzaron los trabajos de excavación y análisis. Tres años después de su llegada a Burgos, aquel bloque de tierra informe se convertía en el enterramiento humano más antiguo que se conoce en África, publicado en la revista Nature, la de mayor renombre en el ámbito científico.
El trabajo es el resultado de una colaboración internacional y multidisciplinar con más de treinta investigadores e instituciones de todo el mundo en el que la ciencia española ha liderado el análisis del fósil humano, su taxonomía y la interpretación del enterramiento, con una representación de hasta ocho investigadores españoles de los cuales hasta cinco pertenecen al Equipo de Investigación de Atapuerca (EIA). Este artículo se convierte así en un escaparate espléndido del liderazgo mundial de la ciencia española en el ámbito interdisciplinar de la evolución humana y cómo el conocimiento y la experiencia del EIA, trascienden a los propios yacimientos.
Elena Santos y Juan Luis Arsuaga, en el CENIEH. Foto: CENIEH
Pilar Fernández-Colón, del laboratorio de Conservación y Restauración del CENIEH, se dedicó durante más de un año a la laboriosa tarea de excavar aquellos huesos con consistencia de ceniza. Fue un mano a mano con Elena Santos (Universidad Complutense de Madrid y Universidad de Alcalá de Henares). Trabajando sobre los escáneres de bloques de sedimento cada vez más pequeños, hechos por Belén Notario y David Larreina en el laboratorio de Microscopía y Microtomografía del CENIEH, Elena consiguió extraer de forma virtual el esqueleto y reconstruir, fidedignamente, la posición del niño en la cavidad. A Pilar y a Elena debo muchos meses de complicidad y quebraderos de cabeza hasta comprender la tremenda historia que escondía, literalmente, aquel bloque de sedimento: el esqueleto parcial de un niño, todavía articulado, y que había sido deliberadamente puesto en aquella cavidad, arropado igual que se arropa a un niño dormido. Ana Álvaro, del laboratorio de Arqueometría del CENIEH, contribuyó al análisis del sedimento que envolvía el cuerpo del pequeño en búsqueda de pistas que confirmasen su enterramiento deliberado y el carácter funerario del hallazgo. Con José María Bermúdez de Castro (CENIEH) y Laura Martín-Francés (CENIEH) analizamos los restos dentales que permitieron no solo determinar la edad de muerte del pequeño, sino también que este pertenecía a nuestra propia especie, Homo sapiens, aunque conservaba algunos rasgos primitivos que sugerían un origen complejo para nuestra especie en el continente africano. Juan Luis Arsuaga (Universidad Complutense de Madrid y Museo de la Evolución Humana) y Elena Santos fueron cruciales en la identificación anatómica y taxonómica de aquellos huesos “esquivos” que, por el avanzado estado de descomposición, estaban literalmente desapareciendo.
María Martinón-Torres y Pilar Fernández-Colón, en el CENIEH. Foto: CENIEH
De aquellos cientos de reconstrucciones virtuales del pequeño, basadas en el análisis tafonómico de los restos, salió, en colaboración con Jorge González (Universidad del Sur de Florida), la portada de la revista Nature, un hito que catapulta la capacidad del EIA no solo para hacer buena ciencia, sino también para saber contarla. El artista Fernando Fueyo supo captar la ternura y delicadeza que solo los humanos son capaces de aportar en el más trágico de los momentos. La Unidad de Cultura Científica e Innovación del CENIEH, con Chitina Moreno-Torres y Carla García, jugó un papel fundamental a la hora de compartir y diseminar el descubrimiento para que mucha gente, más allá de los científicos, abrazara este hallazgo como trascendental y como propio.
Este niño, al que hemos bautizado como “Mtoto” (el niño, en suajili) ha sacado lo mejor de muchos de nosotros y nos recuerda, de nuevo, el poder de la cooperación y el trabajo en equipo, una enseñanza en la que el EIA lleva muchos años predicando con el ejemplo. Me gustaría dedicar este trabajo al EIA, porque cada éxito conseguido es un tributo a su escuela humana ejemplar. Va por vosotros, equipo.
Referencia:
Martinón-Torres M., et al., 2021. Earliest Known Human Burial in Africa. Nature. DOI: https://doi.org/10.1038/s41586-021-03457-8