El bagaje del padre de Atapuerca


By Victoria Moreno / Fundación Atapuerca

Con Emiliano Aguirre ha desaparecido una de las personalidades punteras de la geología, paleontología, antropología y prehistoria española; un Maestro con mayúsculas. No dejó de disfrutar de la ciencia en general y de Atapuerca en particular, hasta el final de su larga y prolífica vida.

La huella de su obra a través de sus cartas

La correspondencia epistolar que alberga el “Fondo Documental Emiliano Aguirre” (FDEA) es el mejor retrato que podemos obtener de un intelectual tan poliédrico como Emiliano Aguirre. La Fundación Atapuerca lo custodia desde 2018 y, desde 2019, ha iniciado un ambicioso proyecto para poner en valor un inmenso legado de más de 20.000 documentos. Esta correspondencia con otros investigadores refleja una actividad científica más espontánea, libre y arriesgada que la ciencia de las publicaciones científicas. Por esta razón, las cartas entre investigadores constituyen un instrumento básico para reconstruir el pasado de la ciencia geológica, paleontológica y antropológica de la segunda mitad del siglo XX. Además, son una herramienta clave para acercarnos al contexto histórico y la psicología de sus autores.

La cantera del sabio

El joven Aguirre hizo el noviciado con los jesuitas, estudió Humanidades en Aranjuez, Filosofía en Madrid y Teología en Granada. También a la Compañía de Jesús debe su vocación por estudiar Ciencias Naturales y, de ahí, Paleontología. Según sus propias palabras: “Tuve en los jesuitas maestros que influyeron en mi cultura, método de estudio, principios y comportamiento”. Fue delegado de los cinco cursos de la licenciatura de Ciencias Naturales de la Universidad Complutense de Madrid (UCM), de la que fue Premio Extraordinario en 1955 con 18 matrículas. Tuvo ayuda de la Fundación estadounidense “National Science Foundation”, para realizar estudios sobre elefantes fósiles, lo cual le permitió doctorarse en la UCM en 1966. Su tesis obtuvo el Premio Extraordinario y, un premio mayor, al conseguir publicarla en la prestigiosa revista Science.

El catedrático de Paleontología de la UCM, Bermudo Meléndez, maestro, amigo y benefactor, señalaba que, en sus inicios como ayudante de la sección de Paleontología, hablaba y escribía en francés, inglés e italiano y, traducía y hablaba alemán. Incluso en su juventud tradujo del griego clásico a Aristófanes.

A hombros de gigantes

Fue discípulo de Miquel Crusafont, una personalidad de gran relevancia en el desarrollo de la Paleontología en Cataluña a través del Museo de Sabadell. Su relación se inicia en 1954 a través de los Cursillos internacionales de Sabadell, donde se citaron los más importantes paleontólogos europeos, americanos y españoles. El paleontólogo y biólogo evolutivo americano George Gaylord Simpson, uno de los asiduos, manifestaba en una conferencia en este Museo en 1960: “Sabadell es, en paleontología, la primera ciudad en España y una de las primeras del mundo”. El americano tenía en gran consideración la labor científica de Crusafont por el reconocimiento internacional que había conseguido. Emiliano, quince años menor, se benefició de este ambiente ilustrado y de sus habilidades políglotas en este rincón catalán, convertido en espacio internacional.

A raíz de estos encuentros y de las amistades fraguadas, Crusafont, Meléndez y Aguirre coordinan el libro Evolución en 1966. Fue una apuesta audaz, ya que el franquismo reactivó las ideas anti evolucionistas e impidió la entrada de los avances científicos. Evolución marcó un punto de inflexión al introducir y poner al día los conocimientos sobre la teoría evolutiva. Crusafont tenía entonces 55 años, Meléndez 54 y Emiliano Aguirre 40. Maestros y discípulo. La entrega del primer capítulo de Emiliano fue en diciembre de 1965, según consta en una carta del FDEA. Después de la reprimenda de Crusafont por su tardanza, señala: “Lo encuentro muy bien y te felicito. Es claro, muy lógico y bien expuesto”.

Pero de fósiles y evolución también aprendió, como él mismo refleja, con Luis Pericot, Francis Clark Howell, Jean Piveteau, Phillip Tobias, Marie Antoinette de Lumley y Henry de Lumley, Pierre Biberson y Karl Butzer. Especialmente enriquecedora y duradera fue su relación con el americano F. Clark Howell y el sudafricano Phillip Tobias. Los tres presumían de su amistad y de haber nacido el mismo año en que se publicó en el famoso cráneo del “niño de Taung” (1925), descubierto un año antes por Raymond Dart. La admiración mutua es conocida y lo podemos refrendar en otra anécdota. Tobias solicitó una fotografía firmada a Emiliano para colocar en su despacho junto a otras personalidades ilustres de la “clase de 1925”. El sudafricano le incluía junto con los ilustres del 25: Keith Moore, Emiliano Aguirre, Harry Jerison, Clark Howell, y el cráneo de Taung.

Con Clark Howell trabó amistad profesional y personal a raíz de la participación de Emiliano en las excavaciones de los yacimientos mesopleistocenos de Torralba y Ambrona (Soria), entre 1961 a 1963, en las que participó como director de paleontología. Torralba tuvo una influencia muy positiva en su formación, ya que trabajó con un equipo interdisciplinar e internacional que aplicó la más moderna metodología de la época. De esta experiencia se beneficiaría después Atapuerca.

De Torralba salieron importantes publicaciones científicas de las que se hicieron eco tanto la prensa norteamericana como la española, en particular el Diario Ya. Su redactor jefe era su amigo Manuel Calvo Hernando, pionero del periodismo científico.

Atapuerca: su apuesta y su premio

El interés por la paleoantropología venía de atrás, como reflejan los capítulos de su autoría del libro Evolución. Y Bermudo Meléndez, sabiendo de su interés, ya le había confiado el curso de Paleontología Humana de la Universidad Complutense a inicios de los sesenta.

Tras su tesis, una beca posdoctoral americana en 1968 le permitió viajar y estudiar los homínidos de Sudáfrica y entrar en contacto con la famosa saga de la familia Leakey. De estos contactos también se beneficiará su carrera profesional.

En 1976, cuando Emiliano se había forjado un gran bagaje profesional internacional, aparecieron los fósiles de la Cueva Mayor en la sierra de Atapuerca (Burgos), los homínidos cuyos restos se le habían resistido hasta ese momento. Emiliano tuvo noticia del hallazgo en agosto de ese año gracias a los espeleólogos burgaleses del Grupo Edelweiss y de Trinidad (Trino) Torres, su doctorando. Entre los huesos mostrados había varios especímenes humanos, algo excepcional. En septiembre visitaba la Trinchera con Trino y Manuel Hoyos. Se sorprendió de los sedimentos estratificados que representaban milenios, pero también de las difíciles carbonataciones de los niveles superiores. Allí otros investigadores, años atrás, recogieron utensilios y fósiles, pero decidieron no embarcarse en una excavación sistemática, muy lenta y dura por necesidad.

Prometía ser un trabajo lento y difícil, pero decidió apostar.

En octubre solicitó una Comisión de Servicios para estudiar los fósiles de Atapuerca y desplazarse a Burgos y Bilbao. Su argumento: “Son del máximo interés para la ciencia española”. Redactó el primer proyecto en octubre de 1976 para la Comisión Asesora de Investigación Científica y Técnica (CAICYT). Publicó el descubrimiento en español con Trino y el antropólogo José María Basabe. Y un año después en inglés con la paleoantropóloga francesa Marie Antoinette de Lumley.

Escribió cartas al Palacio de la Zarzuela solicitando audiencia con la entonces Reina Sofía. Quería mostrar los moldes humanos realizados en el MNCN y exponer su proyecto de excavación e investigación en Atapuerca. En esta carta manifestaba: “Este sitio y sus fósiles prometen ser de los más importantes para la historia evolutiva de la primera humanidad”.

Pese a la escasez de medios y el desierto de especialistas, prefirió formar un equipo cien por cien español sin la colaboración con otros países. Eligió trabajar con poco dinero y muchas dificultades, y que la responsabilidad recayera en investigadores autóctonos. El resto de la historia la conocemos.

Emiliano dirigió el proyecto desde 1978 hasta su jubilación en 1990. El resumen de esos años lo refleja en una carta al catedrático de Arqueología de Salamanca, Francisco Jordá Cerdá, en abril de 1990: “Llevamos diez años y estamos empezando, es la fase de las preguntas que se amontonan, pero con esperanza de respuestas para los que vengan detrás, y que ya vienen”.

Antes, en 1988, designó a sus relevos en esta apasionante carrera: Juan Luis Arsuaga, José María Bermúdez de Castro y Eudald Carbonell formaron el triunvirato de la nueva dirección del proyecto y son los encargados de escribir su historia desde entonces.

Emiliano nos enseñó que hacer ciencia necesita de entusiasmo, individual y colectivo. Siempre tirando hacia delante, abriendo caminos y buscando soluciones a cada nueva dificultad. Aquel viejo dicho de “Virgencita que me quede como estoy”, no ocupó un segundo en su mente. Su incansable curiosidad por aprender con todo y de todos condujo a un legado casi intangible que germinó en muchos de sus “hijos” científicos: la extroversión, la apertura de miras, la creación de escuelas, la innovación y la excelencia.

Utilizando una expresión muy “aguirrista”: ¡Qué bárbaro, Emiliano!