Ciencia humana


By Imma Aguilar Nàcher / directora general de la Fundación Español para la Ciencia y la Tecnología

Durante varias semanas estuvimos dándole vueltas en FECYT (Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología) sobre qué infraestructuras podrían representar mejor la excelencia de la ciencia española. El objetivo era seleccionar unas cuantas y realizar una serie documental que contase que en España hay ciencia puntera y un personal investigador tan competitivo como en los países del mundo cuya economía se arraiga en el conocimiento y la innovación. Las infraestructuras científico-técnicas singulares (ICTSs) en España son particularmente representativas de una apuesta por la colaboración y la necesidad de instalaciones imprescindibles para la investigación. Podemos sentir infinito orgullo por estas infraestructuras de excelencia en nuestro país.

Empezamos por Atapuerca y el Centro Nacional de Investigación sobre la Evolución Humana (CENIEH) en Burgos. No conocía esta instalación, aunque había leído cosas sobre María Martinón, a la que yo me refiero siempre como la gran María Martinón. También había tenido ocasión de tratar brevemente a uno de los tres codirectores del yacimiento, por supuesto, el ya mítico Juan Luis Arsuaga. Con quien no había tenido la oportunidad de charlar largo y profundo era con Eudald Carbonell. Un tipo de aspecto duro con atuendo permanente de explorador, que nos recibió a primeras horas de la mañana y, bajo una fina lluvia de ocasión, entró de lleno al tema que ?no sé si sabía de antemano? más me inspira y me motiva sobre la ciencia. Me habló apasionado de la humanidad que tienen las ciencias, de lo humano que hay en la búsqueda, la curiosidad y el descubrimiento; y de la obligación autoimpuesta de contarlo fácil, de divulgar la ciencia y hacerla humana. No me extrañó ese inicio, pero sí fue una sorpresa para mí el calibre de su inteligencia, su sensibilidad mientras nos daba el nombre de cada matorral y florecilla de las veredas que recorríamos entre los yacimientos y, por encima de todo, un compromiso con la comunicación de la ciencia nada fácil de detectar en una mayoría de la comunidad investigadora de nivel excelente. Supongo que al equipo que me acompañaba también le pasó, pero a mí me resultó abrumador ?estética, intelectual, sensorial y químicamente? ver de cerca el trabajo en plena naturaleza de los investigadores de variadas disciplinas, cepillando cuidadosamente cada material fósil que encontraban y marcaban con una chincheta de color. Trocitos de rocas en forma de lanza, huesos rotos, restos que a cualquiera de nosotros nos hubieran parecido piedras simples pero que contaban la historia de la humanidad porque estaban en una capa de la excavación de hace cientos de miles de años. Aunque pueda parecer pueril mi forma de contarlo con la excitación de una niña pequeña, creo que así es como hay que contar Atapuerca en nuestro proyecto de hacer una serie documental sobre las instalaciones singulares de ciencia y tecnología españolas. Así es como niños y niñas, estudiantes y jóvenes decidiendo su futuro, pueden llegar a amar la ciencia con la emoción que significa el descubrimiento tras la curiosidad. Siempre lo he pensado: la ciencia explica el mundo para que se entienda y la literatura lo cuenta para que se viva.

Confieso que nunca pensé que este lugar podría ser uno de mis lugares favoritos del mundo, como me avanzó que era para él mi director de proyectos en FECYT, Luis Quevedo. Ha entrado en mi armario de experiencias únicas como lo fue visitar las bases científicas españolas de la Antártida o la primera vez que fui consciente de que esa estrella doble que veía a través de un telescopio estaba a 30.000 años luz de mí y que seguramente ya no existía porque había muerto. Vemos en el cielo algo que ya pasó, algo que ya no es así.

Por la tarde, visitamos el Centro Nacional de Investigación sobre la Evolución Humana (CENIEH), la joya de la corona de la investigación paleontológica, dirigido por, como Eudald, una gran divulgadora a pie de campo de la investigación. Y digo a pie de campo en su sentido más literal, a Martinón se la puede ver con el casco metida en las fosas de excavación, como revisando las piezas que llegan cada día para limpieza, o entre los cajones de los archivos en que se conservan huesos clasificados para comparación con nuevos hallazgos. Por cierto, también la escuché al teléfono hablando en inglés con alguien sobre lo que iba a adquirir en el super al acabar nuestra visita y justo después de asegurar ufana que, cada vez que descubría que hace más de 300.000 años había cuidados entre nuestros antecesores homínidos, era para ella un motivo de emoción máxima. María es un caso paradigmático de científica que regresa tras unos años investigando fuera de España. Recuperar talentos como ella es, no solo un lujo para la ciencia española, sino una necesidad de nuestro sistema. Seguro que el nuevo “Programa de Atracción y Retención de Talento Investigador” de la ministra de Ciencia e Innovación, Diana Morant, así como una carrera científica con más oportunidades de acceso y estabilidad, y más desburocratizada, van a contribuir a que casos como el de María se repitan mucho más.

Completa el magnífico polo científico que es Burgos, el Museo de la Evolución Humana (MEH), una maravilla de centro expositivo, con una arquitectura en relación con su entorno, lleno de luz y de grandes espacios vacíos que dan todo el protagonismo a la sala de las joyas, porque así están presentados los restos más valiosos encontrados en Atapuerca: en vitrinas pequeñas iluminadas entre la oscuridad, que me hicieron pensar que estaba en la tienda de “Bulgari” en Dubai, por ejemplo. Qué suerte tienes, Miguelón, de que te encontrasen en la sierra Atapuerca después de 430.000 años. Ahora tienes 30 años como la joya fósil de la Humanidad.